dimecres, de novembre 21, 2012

DECLARACIONS DE MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO SOBRE LA UNITAT DE LA LLENGUA CATALANA AL PRÒLEG DEL LLIBRE POESIES VALENCIANES DE TEODOR LLORENTE

PREÁMBULO Obtener simultánea y justa celebridad en el cultivo poético de dos lenguas, aunque sean hermanas, es don rarísimo, que en nuestra Península sólo alcanzaron algunos antiguos portugueses, como Sá de Miranda y D. Francisco Manuel de Melo, y que rara vez se ha visto repetido en valencianos ni en catalanes. No porque en Valencia haya dejado de florecer nunca el árbol de la poesía lírica y dramática, sino porque esta poesía; con raras excepciones, desde el siglo XVI acá, ha sido castellana de fondo y forma, y pertenece al tesoro común de la literatura patria, no al peculiar de Valencia. Así, Gil Polo, Rey de Artieda, Cristóbal de Virués' y toda la brillante pléyada de principios del siglo XVII: Tárrega, Aguilar, Guillén de Castro, colaboradores de Lope de Vega en la magna empresa de la creación del Teatro Español. 'Precisamente, la existencia de tantos y tan notables poetas valencianos en lengua castellana y de un número no menor de eruditos y correctos prosistas, cuya descendencia se prolonga durante el siglo XVIII, es la principal causa de que el reino de Valencia, en cuyos orígenes, por otra parte, entró el elemento aragonés, si bien en menor pro-porción que el catalán, haya sido y continúe siendo bilingüe, tanto en el habla familiar como en la literatura. Pero reservado, general-mente, el castellano para las manifestaciones más selectas del pensamiento literario, quedó circunscrito el valenciano a la esfera de la poesía cómica y festiva, y fue necesario un grande es-fuerzo para restituirle su antigua dignidad y pureza, en lo cual trabajaron varios ingenios con más o menos fortuna. No puede negarse la espontaneidad de este movimiento, aun-que fuese precedido y alentado en sus primeros pasos por el Renacimiento catalán, del cual, sin embargo, es hermano más bien que hijo, con notables rasgos que le diferencian y dan peculiar fisonomía. La unidad de la lengua, patente en todos los documentos anteriores al siglo XVI, y en la práctica de los buenos autores que siguieron, aunque en corto, número, escribiéndola durante 1a primera mitad de aquella centuria, había ido poco a poco relajándose, conforme iba siendo manos intenso el cultivo del habla materna (torpemente llamada lemosina), así en Barcelona como en Valencia y Mallorca. Los modismos locales y las incorrecciones del uso vulgar (de que ya Mosén Fenollar se quejaba en su Brama dels llauradors), penetraban en la lengua escrita. Privada ésta de.-un centro de unidad, y no sostenida por la tradición literaria, que dormía casi toda en viejos códices, de pocos leídos, iba degenerando en dialectos provinciales, cuyo parentesco hubiera llegado a olvidarse, a no ser por la lectura, nunca abandonada, de Ausias March y de algunas crónicas. Pero en Cataluña no hubo literatura castellana bastante fuerte para acelerar la descomposición de la lengua hablada y compartir con ella el dominio. Sus poetas, exceptuando a Boscán, habían sido de poca nombradía y prestigio, y aunque tampoco fuese muy brillante el cultivo de la musa indígena desde que se apagaron los dulces ecos de Pere Serafí hasta las últimas degeneraciones de la escuela prosaica del Rector de Vallfogona, bastaba la aplicación continua del idioma a todos los usos públicos y privados, legales y domésticos; para que se mantuviese con cierta integridad y pureza, sobre todo en las comarcas apartadas y montañosas, donde la lengua oficial era casi desconocida. Así" llegó al Siglo XIX, en que, por influjo de varias causas, no 'todas literarias, levantó la cabeza el Renacimiento catalán, que de tradicional y romántico que fué en sus principios, ha llegado a convertirse en problema-social y político-de los más arduos. Las consecuencias de la guerra de Sucesión fueron todavía más hondas en Valencia que en Cataluña, puesto que implicaron la ruina de la legislación foral aun en su parte civil, pero estas mismas desgracias avivaron la llama del valencianismo en algunos espíritus patrióticos, que dentro de la corriente crítica del siglo XVIII, más poderosa en la cultísima Valencia, produjeron una serie de trabajos muy apreciables, ya de antigüedades, ya de historia jurídica y eclesiástica, ya de bibliografía, ya de lingüística, bastando recordar a este propósito los nombres de Teixidor, Sales, Ximeno, Branchat, Villarroya, Ortíz, Cerda y Rico, Borrull, Fuster, y, en esfera más elevada, a los dos grandes eruditos Mayans y Pérez Bayer, suficiente cualquiera de ellos para enaltecer a una nación y a un siglo. Pero en esta obra sabia y de reivindicación patriótica, la historia era lo principal, y la lengua solo servía tomó intérprete de los documentos de' la Edad Media. El valenciano vulgar vivía obscuro y desdeñado, al arbitrio de la inculta plebe. Un hombre hubo que intentó levantarle de su postración, limpiarle de barbarismos, reducirle a disciplina gramatical y mostrar sus excelencias; ya con la reproducción de varias obras antiguas, ya con algunos ensayos originales en prosa y verso. Por meritorias que fuesen las tareas de Carlos Ros, a quien nos referimos, ni su ingenio ni su saber estaban a la altura de sus honrados propósitos e instinto castizo. Pero nadie puede negar al buen notario el titulo de primer valencianista de su tiempo en la esfera humilde en que trabajó, secundado por el ingenioso autor de la Rondalla de Rondalles (Fray Luis Galiana), que tenía más talento y miras más elevadas que él, como lo prueba la excelente carta con que encabezó el Diccionario valenciano de su amigo. No fué perdida enteramente la semilla de estos ensayos, pero el gusto popular, o más bien vulgar, siguió imperando en las manifestaciones fugaces y desaliñadas de las musas del Turia y del Júcar hasta mediados del siglo XIX, coloquios festivos, que en algún tiempo suplieron la falta de teatro; versos de circunstancias y solemnidades públicas; sátiras y desahogos políticos, entremeses-rudos y chocarreros, que representaban, a veces con indisputable gracejo, escenas y tipos de la ciudad y de la huerta. Esta poesía efímera; y, a menudo licenciosa y chavacana, es la que recibieron en herencia Bonilla, Bernat y Baldoví y otros autores tales, de seminarios jocosos y piezas per riure, de cuyas manos salió más literaria, pero no más pulcra en el idioma, y seguramente menos morigerada en la intención. Afortunadamente, este mal gusto pasó pronto, y el cultivo espontáneo y popular del dialecto valenciano dió un fruto más sabroso: el sainete de costumbres locales, en el que Eduardo Escalante y otros rayaron a la altura de lo mejor que la musa cómica habla producido desde los tiempos de D. Ramón de la Cruz. Y por ni parte, no deseo a Valencia más ambiciosa dramaturgia, sin que basten a convencerme de lo contrario las extrañas adaptaciones de los símbolos ibsenianos y del “teatro de ideas” que modernamente hemos visto en Cataluña. No a los modestos lauros de la poesía dialectal, encerrada en los estrechos límites del género festivo y de la farsa cómica, sino a la restauración integral de la gloriosa lengua antigua, capaz de todas las manifestaciones del arte, aspiraron desde la mitad del siglo XIX, con tímido conato al principio, luego con más enérgica resolución, algunos ingenios valencianos, alentados, sin duda, por el eco que en Barcelona hablan logrado las estrofas de Aribau “A la patria” y los cantos del Gayter del Llobregat. Al principio, poco más se hizo que escribir en castellano con desinencias valencianas, como Villarroya, pero el movimiento fué cobrando calor, gracias, sobre todo, a la activa y docta propaganda del ilustre mallorquín D. Mariano Aguiló, durante el tiempo que estuvo al frente de la biblioteca universitaria de Valencia. Entre los jóvenes que entonces comenzaban a descollar en el cultivo de las letras, figuraban en primera línea D. Vicente W. Querol y don Teodoro Llorente. Uno y otro, movidos por el consejo y ejemplo de Aguiló y por las nuevas que de Barcelona llegaban anunciando la restauración de los Juegos Florales y los progresos del Renacimiento, empezaron a simultanear el cultivo de la lengua propia con el de la castellana, Querol, sólo en contadas ocasiones, pero de brillantísima manera, Llorente, con verdadera y plena consagración a las musas de su país, que le han dictado sus más bellas inspiraciones originales. Querol fué, sin duda, uno de los más excelsos poetas líricos de que España pudo gloriarse en la centuria XIX.0, no inferior a ningún otro en elevación sostenida, en noble y brillante elocuencia. Pero su misma importancia en el Parnaso castellano, relega a segundo término sus rimas catalanas, tan viriles y enérgicas primeras que un valenciano se atrevió a llamar así, con notable extrañeza de muchos de sus paisanos, aunque con estricta propiedad filológica, opuesta al vulgar error que entrañaba la palabra lemosina. Fué intermitente, o, por mejor decir, ocasional, el tributo rendido por Querol al habla de sus mayores: el de Llorente no se ha interrumpido desde 1857, y a él debemos la preciosa colección que hoy se estampa, con notables mejoras y aumentos sobre todas las ediciones anteriores. Muy seguro puede estar Llorente, como los mallorquines Costa y Alcover, de que nadie les aplique el necio y vulgar reproche «escribe en su dialecto porque no puede escribir en castellano». Precisamente, porque pueden y saben, y en mil ocasiones lo han mostrado, reservan para su idioma nativo aquellas expansiones más intimas de su alma, aquella inefable comunión de afectos que ninguna lengua puede expresar tan adecuadamente como la que hablamos desde la cuna. Si justificación necesitase el despertar de las hablas regionales, nos la darÍa el hecho de que con ellas se han multiplicado las energías poéticas de España, y han salido a la superficie las que estaban latentes, rompiendo la dura costra que los siglos habían acumulado sobre el núcleo tradicional. Lejos de ser un movimiento de disgregación, la nueva primavera poética ha sido el noble principio de una más alta unidad y armonía, una revelación más clara y explícita de la conciencia de la raza, entorpecida y aletargada tanto tiempo por el centralismo árido, infecundo y escéptico. Es indudable que muchas de los poetas que más robustos sones han arrancado en nuestro tiempo al arpa catalana, incluyendo al gran Verdaguer en primer término; no hubiesen sido verdaderos líricos, o lo hubiesen sido muy imperfectos, escribiendo en la lengua que para ellos era oficial y, aprendida meramente en los libros. La triste esterilidad poética de Cataluña, desde Boscán hasta Cabanyes, nos convence plenamente de ello. Escribir traduciéndose a sí mismo mentalmente, es cosa hacedera y llana para el prosista didáctico, para el historiador y el crítico, y en todos estos géneros ha tenido Cataluña autores que España entera acata como maestros. La huella que han dejado en el pensamiento nacional es tan honda, que por interés reciproco conviene que Cataluña permanezca bilingüe en la esfera de la prosa, y aun prefiera para las obras de más general cultura la lengua común del reino. Pero en las obras de puro ingenio, en las poéticas, sobre todo, es imposible que la traducción mental deje de robar vida y espontaneidad al pensamiento, color y nervio al estilo. El caso de los valencianos es algo diverso, porque en realidad, Valencia, desde el siglo XVI, habla, piensa y siente en lengua castellana tanto, por lo menos, como en la suya nativa, y ha escrito tantas páginas de oro en el habla de la España central, que, sin usurpación, puede considerarla como propia. Pero son pocos, son rarísimos, como advertí al principio, los que en ambas lenguas han descollado por igual, y ninguno con tanta maestría como nuestro D. Teodoro Llorente, elegantísimo escritor castellano en prosa y en verso, y el más valenciano de todos los poetas en la preciosa colección que tienen delante de los ojos nuestros lectores. La predilección con que su autor mira estos versos, se manifiesta en haberlos recogido antes que su abundantísima producción castellana, de la cual solo disfrutamos hasta ahora los Versos de la Juventud, primicias de un arte ya muy seguro de sí, muy correcto y reflexivo, acaudalado con selecta lectura, que no es frecuente en tales años, y guiado por los aciertos de un buen gusto casi instintivo, que es prenda todavía más rara en los ensayos de la mocedad. Y, sin embargo, la sencillez, la ingenua ternura, el vago anhelo, la cándida efusión del alma enamorada, la impresión fresca y juvenil de la naturaleza, bien corresponden a la edad en que tales versos fueron escritos, no menos que el plácido raudal de su locución fácil y cristalina. Este dón de la blanda melodía fué concedido a Llorente desde muy temprano: es el distintivo de sus versos originales, y explica también algunas de sus predilecciones como traductor, y aun el hecho mismo de haber traducido tanto. Un alma tan poética como la suya, tan afectuosa y comunicativa, no pueda menos de estremecerse al contacto de la inspiración ajena y mezclarla con su propia inspiración A casi todos los grandes poetas del siglo XIX, y aun a muchos de segundo orden, ha tributado espléndido homenaje, poniendo en rima castellana sus más selectas obras o las que más se conformaban con nuestro gusto y mejor podían adaptarse a nuestra lengua. De este modo ha contribuido, más eficazmente que nadie, a la educación literaria de nuestro pueblo, introduciendo con parsimonia y discreción elementos nuevos, no por medio de secos análisis y adaptaciones crudas, sino haciendo verdaderamente españolas las composiciones que traduce, lo cual no es desfigurarlas, sino infundirles una segunda vida poética y aclimatarlas bajo distinto cielo. Así, merced a la sabia industria del Sr. Llorente, parecen los lieder de Enrique Heine emanaciones espontáneas de nuestra lírica popular refinadas y sutilizadas por el arte. Así, algunas escenas del Fausto; traducido por él, tienen resonancias de la dramaturgia calderoniana. Así, Byron parece que se despide de su ceñuda altivez y se hace más tratable y humano en los versos de su imitador. Así, las baladas de Schiller entran en el amplio cauce de nuestra poesía narrativa, sin desmentir su prosapia germánica, pero con cierto sabor de romance. No hay, que decir que la arrogante y triunfal elocuencia poética de Victor Hugo, se encuentra como en su propia casa en aquella lengua que tanto celebraba y que tanto obró en él por sugestión infantil, aunque la conociese tan poco. Voz unánime de lectores y de críticos es la que proclama a D. Teodoro Llorente príncipe de nuestros traductores poéticos en la era moderna. Ni sé de ninguno otro contemporáneo, salvo el italiano Andrés Maffei, que haya sabido dar propia y adecuada vestidura a inspiraciones tan diversas. Y no se tenga por empleo subalterno de la actividad literaria este de la traducción, pues no solo es viril gimnasia del estilo y del metro, la cual nunca han desdeñado los grandes poetas, sino creación de una forma nueva y personal del intérprete, cuyo hallazgo presupone recóndito sentido de la belleza, fantasía dócil para asimilársela y dominio absoluto de la técnica. Todas estas dotes ha de poseer, en grado eminente, el que intenta trasladar versos ajenos, trocándose, hasta cierto punto, en colaborador de quien primero los escribió y entrando a participar de los reflejos de su gloria. La importancia y justa nombradía del señor Llorente como poeta, ha hecho que sean menos celebrados los aciertos de su prosa, la cual ha tenido el raro privilegio de no contagiarse ni mucho ni poco con los resabios del estilo periodístico, en que por tanto tiempo se ha ejercitado. Inútil seria recordar otros rasgos de su pluma, cuando tenemos tan a mano los dos hermosos tomos de su obra descriptiva e histórica de Valencia, que es una de las partes más recomendables de la desigual compilación España y sus monumentos, y compite con las mejores páginas de Piferrer y Quadrado en sus viajes artísticos y arqueológicos. No hay sobre Valencia libro de conjunto más útil que éste, ni más galana y pintorescamente compuesto, ni que en menor espacio refina mayor número de sabrosas noticias, depuradas por una investigación asidua y certera, que se disimula bajo la facilidad atractiva fiel estilo. Si en tal forma estuviesen redactadas todas las historias particulares de nuestra Península y descritas todas sus regiones, no solo encontraría el patriotismo local suave estimulo y sólido cimiento, en vez de lasa peligrosas fantasías en que hoy suele extraviarse, sino que, conociéndonos unos a otros, sentiríamos crecer el amor a la patria común con la estimación de las bellezas de cada territorio. Tales y tan numerosas son las producciones con que ha enriquecido el Sr. Llorente la lengua que por antonomasia suele llamarse española, mostrándose verdadero maestro de ella en prosa y en verso. Pero las intimidades de su alma poética, la flor de sus sentimientos de amor, patria y fe, los recuerdos de su infancia, los ensueños de su juventud, las luchas y desalientos de su edad madura, el noble y magnánimo reposo de su honrada vejez, hay que buscarlos en este Llibret suyo de rimas valencianas, que por sí solo bastaría para impedir, o, a lo menos, para retardar la muerte del habla expresiva y dulcísima en que ha sido compuesto. Y si es ley fatal que esta lengua desaparezca de las márgenes del Turia, todavía los versos de nuestro autor, enlazándose a través de cuatro siglos con los del profundo y sublime cantor de Na Teresa, conservarían en la memoria de las gentes los sones de una lengua que llegó a ser clásica antes del Renacimiento, y que ni el abandono de sus hijos ni la parodia vil han logrado despojar de su primitiva nobleza. En libros que, como éste, abarcan el ciclo entero de la vida de un escritor, no puede evitarse la repetición de temas idénticos o análogos, cuando éstos son de los que apasionan por completo la mente y el corazón del poeta. Tales son el panegírico de la tierra natal y la reivindicación de sus antiguas glorias, el himno vibrante y entusiasta en pro de la olvidada lengua, que resuena con igual pujanza en numerosas composiciones, destinadas algunas de ellas a los certámenes y fiestas poéticas de Barcelona y de Lo Rat-Penat de Valencia. Al lector que fuere tentado a encontrarlas monótonas, le recordaremos que las piezas líricas no se escriben para ser aprisionadas en las páginas de un libro, ni para ser leídas en serie, sino que nacen cada una con vida propia, sueltas y aladas, sin que el poeta se preocupe de lo que ha cantado antes ni de lo que cantará después. Para dar alguna idea de estas canciones, de regio y magnifico aparato, que se han asociado por cerca de medio siglo a todas las solemnidades y arias del pueblo valenciano, entresacaré algunas estrofas de La Reyna de la Festa, que es de las más gallardas e inspiradas, y contiene una triunfal apoteosis de la Poesía misma, encarnada en bellísimos símbolos de la Historia y de la Fábula. Eres aquella Dafne que ab ardorosa flama per les tesalies selves Apolo perseguí, y que en llorer trocantse, li va donar la rama que, eternament florida, sa magestat proclama, y en lo front dels poetes reverdirá sens fí. Eres la misteriosa Rebeca, santa y bella, que a l'ombra de les palmes, vora el camí polsós, omplí en lo pou simbólich la blanca canterella, y els amorosos brasos alsant, tota vermella, l'acosta al brusent llabi del misatger dijós. Eres la vergonyosa princesa enamorada que al trovador al vore dins son palau dormit, lo front viril li besa, fugint apresurada, y el fa somniar que alguna tendra y sensible fada, per ell baixa dels astres en la callada nit. Eres divina image que'ls nobles cors abrusa en flama inextingible d'un desitjar etern; la que en ensomnis veren, casta y serena musa, Petrarca en les arbredes florides de Valclusa, y Dante entre les roles fogueres del Infern. Eres gentil bellesa que al esperit falaga; ninfa en lo bosch ombrívol, y náyade de lo riu; la encantada donzella que en fort castell s'amaga; l'atractiva sirena, la enjisadora maga, que sempre, a totes hores, nos fuig y nos sonriu. Aun los que sienten (como de mi confieso) tibia afición por la poesía de certamen, con su inseparable decoración de flores naturales, violetas y cigarras de oro, han de rendirse ante el rítmico prestigio de esta versificación espléndida y numerosa, que renueva los mejores acentos de la musa romántica. La sinceridad y el entusiasmo de los poetas y de su público (¿y sin entusiasmo y sinceridad, qué poesía cabe?), han hecho que solo en los países de la Antigua Corona de Aragón parezca natural y espontáneo lo que en otras partes, en Provenza misma, tiene visos de convencional y arcaico; que fácilmente se presta a la blanda ironía y aun a la parodia: Quien haya presenciado en sus grandes dias los Jochs Florals de Barcelona, prototipo de los restantes, no podrá menos de confesar que, a vueltas de exterioridades más o menos plausibles, las cuales responden acaso a una falsa visión de la Edad Media y de sus tradiciones poéticas, hay en la renovada institución un brío juvenil, un fondo de energía social, una fuerza expansiva que no lograrán nunca los impecables soñadores, encastillados en sus torres de marfil, los artistas solitarios y desdeñosos, que, no por serlo, alcanzan siempre la apetecida conquista del reino de lo ideal. Para los que, gustan de una poesía más íntima y recogida que esta de los días de boato y ceremonia, tiene la lira del Sr. Llorente cuerdas que vibran siempre con especial encanto. La vida familiar y humilde, con su cortejo de mansas y resignadas virtudes, las alegrías y tristezas de los pequeños, las castas remembranzas del amor conyugal, las lágrimas de la viudez, de la orfandad y del desamparo, el sacrificio sencillo y sublime por la patria, toda la noble poesía del deber cumplido sin afectación, del trabajo enaltecido sin énfasis, la visión clara y precisa, pero nunca prosaica, de los mil fugitivos accidentes que toda alma, aun la menos compleja; que toda existencia, aun la más obscura, brinda a los ojos del artista puro de corazón e íntegramente humano, tiene hermosa representación en las páginas de este libro; bastando citar, como muestra de ello, Lo rosari de la viuda, que es una consoladora y cristiana elegía; las Cartes de soldat, tan llanamente escritas y tan hondamente sentidas, donde se perpetúa, mejor que lo hubiera sido en iracundas estrofas, el día más triste de nuestra desventura nacional; el Plany de la teixidora, de tan elegante y adecuado ritmo; La barca nova, que recuerda el espíritu y la manera de los poemas cortos de Coppée. Otras joyas hay, y el lector las descubrirá sin esfuerzo, pero no puedo menos de llamar su atención de un modo especialísimo sobre La Barraca, que no solo es la más popular de todas las composiciones de Llorente, sino que señala el punto culminante y supremo de su arte lírico. Aunque en el naufragio de los siglos esta sola poesía le sobreviviese, en ella quedaría, como en precioso relicario, lo mejor de su alma creyente y patriótica, enamorada con delirio del vergel en que nació, penetrada y saturada de valencianismo. El mar, la atmósfera, el suelo de aquella deleitosa ribera, el perfume de las flores y el manso rumor de las acequias, parece que le arrullan de consuno, dando a su estilo una transparencia dorada y luminosa, una gracia muelle y ondulante, un ritmo tan ágil como espontáneo y rotundo. Pero aun siendo La Barraca admirable come pintura de paisaje, hay en ella algo más que bellezas descriptivas. Los labradores de la huerta no son para el poeta figuras decorativas, sino hermanos suyos en Cristo y en la patria, que trabajan, padecen, aman y lloran con él. Y no solo le interesan sus rústicas labores, que describe con la sabia, pulcritud del estilo de las Geórgicas: La que desfulla la frondosa branca, aliment del insecte filador; la que als rossos capells, cantant, arranca la sobtil fibra d'or... El que en l'aspre guaret clava la rella y obri al aygua corrent fonda canal; el que sembra el bon gra y el arbre talla, y en l'armácera estrau l'oli més fí, y ab incansable peu follejant balla, en lo trull ple de ví….. sino que, elevándose en alas de la fe religiosa, que nunca está ausente de su pensamiento ni de su pluma, invoca sobre ellos en estrofas dignas de Manzoni todas las bendiciones del cielo. Dice así, dirigiéndose a la cruz que corona las barracas de los campesinos valencianos: Guárdelos be ton ombra, nit y día, de tots los enemichs/ Guarda als infants qué baix de la porjada, ab lo jónech valent juhen sens por guarda a la verge que en la nit callada escolta la cansó que li ompli'l cor guarda a la mare ardida y jubilosa guarda al pare pensiu que's cansa ja guarda al pobre vellet que al peu reposa del arbre que plantá. Guárdalos de la pluja y la tempesta pera que dorguen sens ductós recel guárdalos de la fam y de la pesta del foch dels homens y del llamp del cel. Guárdalos be dels esperits malignes de les llengües de serp dels mals vehins; guárdalos be de tentacions indignes de pensaments rohins. Y sobre ses victories y fatigues sobre'l goig breu y el treballar constant sobre'l camp pedregat o ple d'espigues sobre la taula vuida o abundant sobre el ball de la boda desitjada sobre el fúnebre llit banyat en plors estenga eternament la Creu sagrada ¡los brasos protectors! Versos de este temple hicieron pocos nuestros ingenios del siglo XIX: Para encontrar alguna vez esta magnánima poesía, cristiana a un tiempo y social, o, como dicen los italianos, civil, no bastan el oído armónico, ni la rica fantasía, ni el raudal de la dicción poética: se requiere, además, aquella autoridad moral aquel suave y benéfico influjo que ejerce entre sus compatriotas, este gran ciudadano de Valencia, que es hoy la personificación más completa de su lengua y de su literatura. M. MENÉNDEZ Y PELAYO.