divendres, de setembre 21, 2012

ARTICLE D'ENRIC COMPANY AL DIARI EL PAÍS, 21 DE SETEMBRE DE 2012

En contra de lo que a primera vista pudiera parecer, el bloque social que está cuajando políticamente en torno al independentismo no se expande impulsado por la conciencia de la fuerza de Cataluña, sino por todo lo contrario: la certeza de una debilidad que amenaza su supervivencia como nación. Hace ya bastantes años que el catalanismo es vivido y se expresa como un sentimiento agónico. Lo que lo alimenta son las inacabables dificultades surgidas en la recuperación del autogobierno después de la dictadura franquista, de las que se percibe con claridad que, en el fondo, son una continuación de la hegemonía del nacionalismo españolista en la dirección del Estado. Al cabo de 35 años de extenuante y desigual lucha contra quienes han ejercido el poder estatal, se ha extendido en Cataluña, de manera difusa pero clara, la convicción de que el Estado, entendido como conjunto de instituciones administrativas, judiciales y representativas, no solo es ajeno a sus intereses, sino que trabaja contra el autogobierno. Y en particular, contra la recuperación de Cataluña como entidad nacional emprendida con tanta ilusión con la Segunda República y retomada en 1977 tras el largo paréntesis de la dictadura. El Estado español es visto como un aparato institucional dominado por unas élites de altos funcionarios y políticos de mentalidad e intereses centralistas surgidas de las clases medias básicamente castellanas, que se lo tienen tomado como propiedad y en las que las relativamente escasas incrustaciones de catalanes son poco más que adornos. La sentencia fuera dictada por un tribunal cuya composición había sido manipulada a su favor por el partido de la derecha españolista que se oponía al Estatuto El desguace en 2010 de la reforma del Estatuto de Autonomía por el Tribunal Constitucional cristalizó este proceso. El resultado de aquel lance político fue la desvalorización de la Constitución para los catalanistas. Pero, además, fue para ellos una demostración de que no se podía confiar en el Estado, porque quienes controlaban sus instituciones centrales eran capaces de hacer trampas si lo que estaba en juego era un reparto del poder. Lo ilustrativo del caso no fue solo que se echara abajo un pacto trabajosamente negociado por dos Parlamentos y refrendado por el electorado, sino que la sentencia fuera dictada por un tribunal cuya composición había sido manipulada a su favor por el partido de la derecha españolista que se oponía al Estatuto. Lo que el PP llevó a cabo tras perder todas las votaciones del proyecto fue una exhibición de fuerza cuyo mensaje fue perfectamente captado en Cataluña, aunque por lo visto fue considerado normal y lógico en el resto de España: el Estado es nuestro, y si hace falta forzar las instituciones para frenar el autogobierno catalán, se hace. Esto iba a tener consecuencias. Fue un socialista, Ferran Mascarell, ahora consejero de Cultura en el Gobierno de CiU, quien acuñó la fórmula de la que echó mano la derecha nacionalista catalana, bajo la dirección de Artur Mas, para explicar su giro hacia el independentismo: Cataluña necesita un Estado propio porque el que la incluye no le sirve. Al revés, es un lastre para su existencia como nación, cuando no incluso para su desarrollo como mera región económica. Y los esfuerzos para adaptar el Estado español a las necesidades de Cataluña como nación se estrellan siempre contra la potencia del nacionalismo españolista que lo domina. El catalanismo federalista y progresista que con Pasqual Maragall dirigió desde 2003 la batalla por la reforma del Estatuto se siente ahora débil y casi sin aliados en el resto de España: se sabe derrotado. El nacionalismo de centroderecha heredero del pujolismo también se sabe débil, pues es la parte de Cataluña que más acusa el síndrome de agonía nacional. En cambio, el independentismo, que siempre ha sido muy minoritario, está eufórico, se ve más fuerte que nunca. Acaba de sumar a sus filas a Convergència y a su entorno social y mediático, y de forma inesperada, le ha arrebatado la iniciativa política, ha ridiculizado la grandilocuencia con que Artur Mas hablaba de pacto fiscal y ahora aspira a fijar su agenda electoral. Todo esto dibuja, claro está, una situación muy compleja y delicada. Los historiadores explican que durante el siglo XX el catalanismo ha tenido un elevado potencial como agente promotor de cambios fuertes en España. La ecuación, ahora, es la siguiente: las actuales ambiciones del catalanismo no caben en esta Constitución. Para hacerlas viables, habría que cambiarla, como ha explicado con su habitual claridad el profesor Pérez Royo. Pero todo el mundo puede comprender que si se emprende un cambio de esta enjundia, en el melón que se abre está todo, incluida la forma de Estado. Cuando el presidente Rajoy responde al grito catalán parapetándose en la Constitución, como hizo ayer en la entrevista con Mas, llega tarde porque ya ha perdido virtualidad a los ojos del catalanismo. Él debe saberlo, pues fue el PP el que logró que se vaciara de contenido la calificación constitucional de Cataluña como nacionalidad. Esa calificación se puso en la Constitución de 1978, la de las libertades, para incluir en ella al grueso del catalanismo, pero 35 años después ha sido convertida en una inanidad. Este ha sido el problema que ha impedido que se consolidara para los catalanistas también como Carta Magna de un Estado plurinacional. Ahora son cada vez más los que en Cataluña la ven como un muro que hay que saltar.